sábado, 19 de diciembre de 2009

El agujero negro

"El Agujero Negro"
Autor: Alicia Molina

Ilustrador: Enrique Martínez

Coedición FCE/SEP

Un pequeño problema

CAMILA tenía un pequeño problema. "Si me siento debajo de la escalera y pienso, lo puedo resolver en un ratito". Se acomodó debajo de la escalera que daba al jardín y pensó un ratito y otro más. Entonces se dio cuenta de que entre más pensaba, más grande se hacía el problema.
Se trataba de hacerle un regalo de cumpleaños a su mamá. Quería hacerle un regalo bonito y muy alegre, que la pusiera contentérrima. Eso no era problema porque a su mamá le encantaban las cosas locas que a Camila se le ocurrían y, además, ya sabía que si se usaba un poco de pintura amarilla y otro poco de rojo y de verde, su mamá diría: "¡Qué alegre es!"
A lo mejor necesitaba comprar algunas cosas, pero eso tampoco era el problema porque había ahorrado sus domingos durante tres semanas.
Pensó en los últimos regalos que le había hecho a su mamá:
Por Navidad le tejió una bufanda larga, larga, larga con rayas de todos colores que su mamá no se quitó en dos semanas, pero una mañana en que salió el sol, se la quitó y la perdió.
El día de su santo le hizo un llavero rojo de resina. Fernanda, su mejor amiga, le enseñó a hacer los moldes. Hizo una "A" muy grande (el nombre de su mamá empieza con A). A su mamá le encantó. "Así ya no voy a perder las llaves", dijo, y las puso en el llavero nuevo. Se fueron al parque a andar en bicicleta y cuando regresaron tuvieron que llamar al cerrajero para abrir la puerta porque se habían perdido las llaves, con llavero y todo.
Y es que éste era el problema, su mamá perdía todo:
Perdía las llaves, perdía la canasta del mandado cuando iba al mercado, perdía aretes, papeles importantes y papeles insignificantes, la tapa de la pasta de dientes, su anillo de bodas, las hombreras de su suéter favorito y, una vez, hasta perdió una cebolla cuando estaba cocinando.
Lo peor de todo era que cuando su mamá perdía esas cosas, también perdía otras más importantes: el tiempo, la paciencia y el buen humor.
El problema de Camila era encontrar un regalo bonito, alegre, divertido, barato y que NO SE PUDIERA PERDER.
Un duende verde
CAMILA se pasó la tarde descartando ideas, pues su mamá era capaz de perder casi todo lo que la niña podía imaginar.
Decidió descansar de pensar, y subió a preguntarle a su mamá si quería que hicieran juntas unas galletas, pero la encontró muy ocupada buscando uno de sus aretes nuevos.
Mientras estaba esperando, acostada, mirando al techo y sin pensar en nada, se le ocurrió una idea: ¡Claro! ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Le regalaría una lámpara, pero puesta, colgada del techo. Eso sí no lo podía perder. Las lámparas de la casa estaban ahí hace muchísimo tiempo y la de su mamá ya estaba bien desteñida.
Camila recordó que en el armario de su cuarto había una pantalla vieja. La pintaría, le pondría flores y cintas de colores, quedaría preciosa. Sí, definitivamente era una buena idea.
Cuando su mamá se cansó de buscar su arete, tuvo que hacer las galletas sola porque Camila estaba ocupadísima buscando y rebuscando en el armario.
La pantalla la encontró enseguida, pero necesitaba cintas de colores, pegamento, flores de papel... Pensó que podía hacer una mariposa, pero no, mejor usaría su colección de flores secas para cubrir las manchas que tenía la pantalla. Estaban en el último cajón. Cuando lo abrió, ella y esa "cosa" se sorprendieron tanto que se quedaron encantados, pero como en el juego de encantados, sin poderse mover. La primera que se repuso fue Camila.
—¿Cómo te llamas?; ¿quién eres?
—Me llamo lo que soy —dijo esa cosa, y sonrió enigmático.
—Entonces te llamas Duende Verde —se rió, divertida, la niña.
—Una niña lista —refunfuñó el duende—. ¡Lo que me faltaba!
—¿Te llamas Duende verde malhumorado?
—Eso no —dijo el duende—, no siempre estoy malhumorado, sólo cuando me encuentro con una niña lista y eso no me ha pasado desde hace como 23 años.
Camila tomó con mucho cuidado al duende verde y lo puso sobre la palma de su mano. Tenía la cara verde, las manos verdes, el traje verde, un gorro verde y unos ojos pequeñitos y amarillos.

—Oye, no me mires así, no soy un bicho raro —le reclamó desde la palma de su mano.

—Discúlpame, pero como nunca en mi vida había visto un duende verde de verdad, me pareces un bicho un poquito raro. ¿Qué haces aquí? —se atrevió a preguntar.
—Yo estaba aquí antes de que tú llegarás, desde hace 23 años y no precisamente por mi gusto. La que tiene que explicar qué hace aquí eres tú. Tú acabas de llegar.
—Sí —repuso Camila— pero éste es mi cuarto, aquí vivo, aquí duermo, aquí hago la tarea y aquí, en este cajón, guardo mis flores secas.

—Ah, tú eres la de las flores secas... huelen bien, pero demasiado, ya estaba pensando en mudarme de cajón.
—Oye, pero cuando yo guardé mis flores tú no estabas aquí.
—Ah, sí —explicó con naturalidad el duende—, debo haber estado en el agujero negro.
—¿En el agujero negro? —se asombró Camila.
—Sí, claro, el agujero negro pero, tú ¿qué estabas buscando aquí?
—Yo buscaba un regalo para mi mamá pero ya lo encontré, ¡le vas a encantar!
—¿Yo? —preguntó el duende, y su voz se oía angustiada.
—Si, tú. No creo que haya un regalo más bonito que un duende verde encantador. Te meteré en un frasco y te pondré un moño precioso.
Entonces sí que el duende se puso malhumorado y empezó a chillar.
—No, no, no, con tu mamá no, mátame, tírame, guárdame para siempre en el cajón de las flores, pero, por favor, no me vayas a regalar con tu mamá.
Camila intentó convencerlo.
—No chilles así, mi mamá es muy divertida, ya verás, te va a querer mucho.
—Eso ya lo sé —ahora la voz del duende sonaba desolada—: pero me va a perder.
—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió Camila.
—Porque ya me perdió, tonta.
—¿Ya te perdió?, ¿cómo?, ¿cuándo?

—Me perdió hace exactamente 23 años, 2 meses, 1 semana, 2 días, y cuarenta y cinco minutos —dijo el duende sacando su diminuto reloj.
—Pero, ¿cómo te perdió? —insistió la niña, llena de curiosidad.
—Como pierde todo. ¡Sin darse cuenta! Mira, yo vivía muy contento en la casa de muñecas con el duende rojo, el duende azul, el amarillo, el púrpura, y el duende a rayas, que son mis hermanos. Un día, tu mamá me guardó en su mochila para llevarme a la escuela. Quería que sus amigos me conocieran. Ah, pero no podía esperar a la hora de recreo, ¡qué va! En plena clase empezó a enseñarles a este bicho raro. Entonces la maestra gritó: "¿Qué tienes ahí?" Tu mamá dijo "nada" y me guardó en su calcetín.
—¿Y luego?
—Luego se le olvidó y así es como fui a dar al agujero negro.

—¿Qué es el agujero negro?
—Eso, un agujero negro, un hoyo oscuro donde van a dar todas las cosas cuando tu mamá las pierde.
—Y tú, ¿cómo saliste de ahí?
—Le hice un agujero al agujero.
—¿El agujero tiene un agujero?
—No —respondió satisfecho—: ahora tiene un nudo.
—Y ¿ahí está todo lo que mamá ha perdido?
—Sí, todo menos yo, ah, y este arete que apenas llegó en la mañana.
Ahora sí que Camila no lo podía creer.
—Pero si ha estado como loca buscándolo todo el día. ¿Cómo lo tienes tú? —El arete que acababa de descubrir desapareció como por arte de magia.
—Mira, dejó de buscarlo —dijo el duende—; otra cosa más que olvida y se va al agujero negro.
Camila pensó entonces que no era tan buena idea regalarle el duende a su mamá. Ahora sí se le había ocurrido una idea genial.

Un regalo genial
CUANDO Camila tenía ideas geniales saltaba del gusto. El duende la veía atónito.
Ella lo miró y le dijo:
—No te preocupes, no te voy a envolver para regalo.
El duende suspiró con alivio.
—Le voy a regalar el agujero negro.
—Ah no —repuso el duende verde—, eso no. Sólo yo sé donde está y no te lo daré nunca, nunca. —Lo dijo muy seguro, pero de pronto dudó.
—No te lo daré... a menos que...
—¿A menos que, qué?
—A menos que me des algo muy importante a cambio.
—¿Un cambalache?
—Exacto.
—Pero, ¿con qué te lo puedo cambalachar?
—Tienes que recuperar mi casa. Mañana a las 9:00 de la noche es la fiesta de Kinding.
—¿La fiesta de Kinding? ¿Qué es eso?
—Claro —reflexionó el duende como para sí— eres una niña lista, pero bastante tonta.
Y entonces le explicó, con la paciencia impaciente que se usa para explicar lo evidente:
—Kinding es la fiesta de cumpleaños de todos los duendes y se celebra cada 2 años. No puedo faltar. Mis hermanos me están esperando.
—Y ¿cómo puedo recuperar tu casa? ¿Qué tengo que hacer?
—Ese es tu problema, no el mío. La quiero aquí, mañana en la noche, a las 9 en punto.
Camila pensó que en esa tarde lo único que había logrado era cambalachar un problema por otro más grande, pero aceptó el reto.
—Muy bien —le dijo al duende— ahora tú me esperas aquí.
Sin darle tiempo a responder, lo guardó en el cajón de las flores secas y, por si acaso, lo encerró con llave. Camila llegó corriendo a la cocina. Su mamá acababa de sacar las galletas del horno. Como no sabía dónde había puesto los cortadores, las había cortado de cualquier manera.
 —¿Qué parecen?
—Parecen monstruos.
—Cierto —se rió su mamá—, son monstruos prehistóricos. ¡Vamos a decorarlos!
Mientras los pintaban con azúcar y colores vegetales, Camila le preguntó:
—¿Y tu arete?
—¿Cuál arete? —respondió su mamá.
Camila constató que el arete estaba ya en el agujero negro.
Los monstruos iban quedando muy bien.
—Oye mamá, cuando eras niña tú tenías una casita de muñecas, ¿verdad?
—Sí —recordó la mamá y se entusiasmó con el recuerdo—. Era una casita preciosa. Me la regaló mi abuela.
—¿Mi abuela?
—No, la mía, la hizo el abuelo.
—¿El tuyo?
—No, el de ella. Era enorme.
—¿El abuelo?
—No, la casita. Tenía de todo: recámaras, baño, comedor, cocina, sala. Abuela la decoró.
—¿Mi abuela?
—No, la de mi abuelo. Tenía muchos muebles y en los cajoncitos había toda clase de cosas diminutas.
—Y, ¿dónde está? —preguntó la niña, aunque ya sabía la respuesta.
—Ay Camila, ¿cómo quieres que sepa?... Han pasa tantos años...
Camila pensó: en el agujero negro no está porque no la ha olvidado, así que tiene que estar en alguna parte. Se acordó de su abuela. Su mamá perdía todo, pero su abuela todo lo guardaba. Así que decidió hacerle una visita.
—Mañana voy a ir a ver a mi abuelita —dijo—; le llevaré unas galletas.
—¿De monstruos prehistóricos? —se sorprendió su mamá—. No sé si le gusten.
 La casa de muñecas
LA ABUELA de Camila era ordenada y minuciosa. Así era también su casa. A Camila le gustaba pero se sentía más cómoda en la suya. Aquí el té se tomaba en la sala. La abuela puso las galletas en forma de animales prehistóricos sobre una charola de plata con servilletas de lino. Se veían chistosas.
—Están raras —dijo la abuela cuando las probó—, pero saben bien.
Cuando se comió la sexta galleta y dijo otra vez "están buenas", Camila se dio cuenta de que había llegado el momento y preguntó:
—¿Tú guardaste la casa de muñecas de mi mamá?
—Sí, mi hijita, está en el desván.
—¿Me dejas verla?
—Sí, pero no la toques. Me costó mucho conservarla porque tu mamá siempre andaba perdiendo las miniaturas.
Camila corrió al desván. Al principio no la encontraba. Pero su abuela gritó:
—¡Está en el tapanco!
Subió al tapanco y no encontró nada. Su abuela volvió a gritar.
—¡Descorre la cortina!
La descorrió y fue como si se levantara un telón. Ahí estaba la casita de muñecas más grande y más bonita que se hubiera podido imaginar. Tenía de todo: recámaras, baño, comedor, cocina, sala. Exactamente como la había descrito su mamá. En las paredes había cuadros y lámparas en el techo.
Empezó a abrir los cajoncitos buscando a los hermanos del duende verde, pero sólo encontró sábanas y colchitas en la cómoda, platitos y cacerolas en la cocina, diminutos libros en el librero de la sala. Lo más fascinante eran los juguetitos del cuarto de bebés.
En eso estaba cuando apareció la abuela.
—¿No te digo? Ya empezaste a desordenarla, ¡igualita a tu mamá!
—No, abuelita —se disculpó Camila—, solo quería ver todo lo que tiene. ¡Cuánto trabajó tu mamá, abuela, mira, hasta bordó las sabanitas! ¡Qué paciencia!
Eso era todo lo que la abuela necesitaba oír para agarrar el hilo de los recuerdos y empezar a platicar de su mamá, de su infancia y de la infancia de la mamá de Camila.
Durante el resto de la tarde estuvieron limpiando la casita. Mientras platicaban, levantaron las ventanitas, ordenaron y acomodaron todas las miniaturas. Quedó tal y como dijo la abuela: "¡Cómo una tacita de plata!"
 Cuando terminaron ya era tarde y la abuela la invitó a dormir, pero Camila recordó que sólo tenía dos horas para hacer el cambalache y todavía le faltaba lo más difícil. Como al mal paso hay que darle prisa, lo soltó de sopetón:
 —Abuelita, regálame la casita. ¡Por favor!
La abuela guardó silencio. Camila ya estaba pensando qué decirle para convencerla, cuando escuchó:
 —Es para ti. Por eso la guardé tanto tiempo.
Camila le dio un abrazo tan largo, que ahí se fueron como 20 minutos de las dos horas que le quedaban. Y es que de veras quería tener la casita y no sólo por el duende verde sino por su mamá, y la abuela de su mamá y el abuelo de su abuela.
De pronto, Camila cayó en la cuenta de que ahora tenía otro problema.
¿Cómo se la iba a llevar?
 Un cambalache
YA TENÍA la casita pero, ¿cómo transportarla? Había llegado hasta la casa de la abuela en bicicleta. Ella manejaba muy bien la bici, pero no tanto como el panadero que podía llevar la gran canasta haciendo equilibrio sobre la cabeza. Además, estaba segura que la casita pesaba mucho más.
—No seas impaciente —dijo la abuela, intentando ser comprensiva—. Mañana vendrá Ramón, el pastelero, a traerme una sorpresa que encargué para tu mamá y le pediremos que la lleve en la camioneta.
—No puede ser —se angustió Camila—, el viernes será demasiado tarde.
La abuela no entendió por qué el viernes iba a ser demasiado tarde, pero no tuvo tiempo de pensar en eso porque en ese momento tocaron a la puerta.
—No lo puedo creer —gritó Camila— ¡hoy es mi día de suerte!
En efecto, ese era su día de suerte. Ramón, el pastelero, estaba ahí con su enorme camioneta.
Pasaba por la calle y se detuvo a preguntarle a la abuela cuántas cucharadas de manteca llevaba su pastel de mantequilla.
Ramón y la abuela podían estar horas haciendo recetas de cocina, así que Camila tuvo que ser de veras muy insistente para que Ramón les ayudara a bajar la casita y la metiera en la camioneta. Por fortuna, su casa estaba a sólo cinco minutos de ahí. Cuando llegaron faltaban todavía 20 minutos para la cita.
Otra vez Camila se felicitó por su suerte. Su papá ya estaba en la casa; él podría ayudar a Ramón a meter la casita. Pero no se acordaba que Ramón y papá podían estar horas hablando de futbol. El reloj caminaba rápidamente, faltaban ocho minutos y la casita todavía estaba en la puerta de la casa.
Llamó a su mamá, pero la mamá de Camila se puso tan contenta cuando vio la casita, y se le vinieron encima tantos recuerdos, que ya no se la quería dar.
 —Es mía, me la hizo el abuelo, la pondré en mi cuarto, pero no te enojes, te la puedo prestar.
Camila estalló.
 —Estamos perdiendo el tiempo y sólo faltan tres minutos para que empiece el Kinding.
La mamá iba a preguntar qué era el Kinding, pero la vio tan apurada que decidió ayudarla. La casa era muy pesada para ellas dos.
—Se necesita más fuerza —dijo Camila.
—O ingenio —dijo mamá, y trajo la patineta azul.


Con mucho cuidado subieron la casa a la patineta y así rodando, la llevaron hasta el cuarto.
¡Suerte!, en ese momento papá llamó a la mamá de Camila. La niña cerró su cuarto. Sólo faltaba medio minuto cuando abrió el cajón y sacó al duende verde.
Lo atrapó entre sus manos y lo llevó ante la casita, entonces, lentamente, separó sus dedos para que el duende pudiera ver y le dijo:
—Cambalache, duende verde, dame el agujero negro.
Cuando el duende vio la casita empezó a saltar del gusto y Camila movía las manos de arriba para abajo, como una loca, tratando de que no se le escapara. En eso, regresó su mamá para preguntarle si quería cenar.
—¿Qué haces? —preguntó sorprendida.
—Son, este... son unos ejercicios de gimnasia que nos recomendó el maestro, y no quiero cenar porque merendé con la abuelita.
Su mamá se fue, Camila cerró la puerta y esta vez, puso el seguro. El duende seguía saltando.
—Cálmate, cálmate —decía la niña— y no te pongas tan contento, porque te traje la casa pero a tus hermanos no los vi por ninguna parte.
—Los humanos no saben buscar; mira:
Camila vio.
La fiesta de Kinding

LO QUE Camila vio fue mágico de verdad.
La casita estaba reluciente, no sólo por lo limpia que la habían dejado ella y la abuela, sino porque todo estaba preparado para una gran fiesta, tenía un brillo especial y además, algo se movía:
De la chimenea iba saliendo un duendecito rojo, de uno de los muebles de la cocina salió uno azul, debajo de las camas asomaban las cabezas del amarillo y el púrpura, y en la lámpara de la sala, se columpiaba muy contento el duende a rayas.
Fue tal la sorpresa de Camila que abrió las manos y dejó escapar al duende verde. Lo que vio después fue muy conmovedor: El gran abrazo de los hermanos y la fiesta de cumpleaños más ruidosa y animada que se le pudiera ocurrir.
Hubo piñata, cantaron y bailaron, hicieron un concurso de mentiras que ganó el duende de rayas cuando contó que había vencido al ogro Pantagruel metiéndose en su estómago escondido en una galleta de animalitos; contaron chistes de duendes y chismes de todas las brujas de la comarca. Imitaron a los seres humanos que conocían y se desternillaron de risa hablando de las travesuras que les habían hecho.
Después, cenaron sus platillos favoritos, que son los que se sirven tradicionalmente en la fiesta de Kinding: Rampikut, que es una sopa de hongos y raíz fuerte; Ntik, que se hace como un asado, pero en lugar de carne se pone una nuez grande; tortas de miel y de postre el néctar de las más hermosas flores, recogidas en el propio jardín de la abuela.
Camila descubrió que la vida de los duendes es larga y divertidísima y decidió que un día se dedicaría a escribir cuentos de duendes.
El último en contar su historia fue el duende verde. Cuando empezó a hablar del agujero negro, Camila se dio cuenta de que eran las dos de la mañana, que tenía muchísimo sueño, y que aún no tenía el regalo de su mamá. Entonces dijo con mucha energía:
—Duende verde, ¡dame el agujero negro!

—No te lo daré —contestó el duende—. Lo que tú no sabías es que soy un duende muy tramposo.
El duende rojo lo aclaró todo cuando, riéndose, dijo:
—Su verdadero nombre no es duende verde sino "El Gran Trampas" —y todos se rieron de ella.
Camila se enojó tanto que, sin pensarlo dos veces, tomó su red de cazar mariposas y atrapó con ella a los duendes.
—Los atrapé, tramposos, y ahora sí vamos a hacer el cambalache.
 Los metió en un gran frasco.
 —Yo necesito un buen regalo para mi mamá. Si no me lo dan, voy a envolver este frasco y le daré seis duendes encantadores en vez de uno.
Muy decidida tapó el frasco y fue a buscar cintas de colores para adornarlo.
 Un agujero negro
LOS SEIS duendes hicieron una conferencia de emergencia y decidieron negociar con la intrusa. Eso era, justamente, lo que Camila esperaba. Sacó al duende verde del frasco y lo volvió a tapar.
—Si no me das el agujero negro les va a costar mucho trabajo festejar el próximo Kinding. Se los regalaré a mi mamá y estoy segura de que ella los irá perdiendo, uno por uno —dijo, muy seria y amenazadora.
El duende verde se rindió y le confesó que el agujero negro estaba en la sombrerera rosa, que estaba en el baúl morado, que estaba en el fondo del armario.
Camila metió al duende verde en el bolsillo de su camisa y lo abrochó con cuidado. No permitiría más trampas.
Hizo tanto ruido al buscarla que su mamá se despertó.
—¿Qué haces danzando por aquí a las tres de la mañana, muchachita?
Camila dijo una mentira tan grande que le hubiera podido ganar el concurso al duende a rayas:
—Es que me acordé que tengo tarea de matemáticas y no la terminé.
Su mamá notó algo raro: —¿Que tienes en el pecho?; mira, te brinca.
—Es el corazón —mintió otra vez— me salta por la preocupación, pero ya voy a terminar.
Lo que verdaderamente saltaba era el pobre duende verde que estaba aterrado sólo de oír la voz de la mamá de Camila. Pero ella ni cuenta se dio y se fue a dormir despreocupada, pensando que Camila se estaba volviendo muy responsable con sus tareas escolares, pero que no debería exagerar.
 Como el duende era de veras tramposo, el agujero negro no estaba en la sombrerera rosa, pero finalmente, y después de escuchar la voz de la mamá de Camila, decidió decir la verdad: Estaba en el arcón azul, debajo del armario.
El agujero negro no se parecía a nada que Camila hubiera visto antes: no era una bolsa negra, ni una especie de globo, como ella había imaginado. Era un trozo de nada, grande, redondo y con un nudo en la punta.
—Pero si aquí no hay nada —dijo sorprendida y un poco desilusionada.
Asómate y verás.
Cuando se iba a asomar, el duende le advirtió:
—Hazlo con cuidado. Tiene un imán y te puede jalar. Si caes dentro te será muy difícil salir—. El duende le dijo esto porque a pesar de todo Camila le caía bien y, además, porque él estaba atrapado en su bolsillo y si se iba por el agujero, se irían juntos.
 La niña deshizo el nudo y miró por la rendija:
—¡Es increíble! ¡Cuántas cosas caben en el agujero!
Allí había botones, aretes, lápices, plumas, papeles importantes y papeles insignificantes, una hombrera, una canasta del mercado llena de fruta, una pasta de dientes sin tapa y una tapa sin pasta de dientes, también estaba la bufanda larga, larga, el llavero con todo y llaves y muchas, muchísimas cosas más.
Cuando terminó de asombrarse, le hizo otra vez un nudo al agujero.
A Camila se le cerraban los ojos de sueño (ya estaba amaneciendo). Eran las cinco de la mañana. Dentro de una hora sonaría el despertador y su mamá bajaría a tomarse su primera taza de café. Debía darse prisa. Le costó muchísimo trabajo envolver el agujero negro porque era un poco resbaloso y se movía mucho, pues a pesar de estar lleno de cosas, no pesaba nada (esa es una característica de todos los agujeros negros).
Por fin logró colgarle una cinta roja y una tarjeta que decía:
"FELICIDADES."
"Hoy también te ama Camila."
 Un cumpleaños especial
CUIDÁNDOSE bien de no hacer ruido, la niña llevó el agujero negro hasta la mesa del comedor. Preparó el café y unos molletes con mantequilla para su mamá (ella se comió tres, se moría de hambre porque la noche anterior no había cenado). Colocó el café y los molletes frente al agujero negro y, entonces, llegó su mamá.
—¡Feliz cumpleaños! —le dijo y le dio un abrazote.
A su mamá ya se le había olvidado qué día era, pero le dio mucho gusto que Camila se acordara.
Lo que no vio fue su regalo, empezó a tomar el café y pronto dijo asustada: 
—¿Qué hace aquí esta víbora roja?
A pesar del sueño que tenía, Camila se rió mucho y le explicó: —No es una víbora roja, es un listón y debajo está tu regalo.
Su mamá estaba sorprendida: —¡Aquí no hay nada!
La niña desbarató el nudo y le dijo:
—Asómate, pero con cuidado.
 Cuando se asomó, no lo podía creer. Empezó a sacar sus cosas, una por una. Algunas como la cebolla, la hicieron reír, y otras, como su anillo de bodas y su bufanda larga, larga, la hicieron llorar de gusto. Por fin, cuando vio qué oscuro era por dentro, lo reconoció. (Su mamá no conocía el agujero negro, ni siquiera sabía que tenía uno. Pero de una manera misteriosa uno siempre reconoce lo que le pertenece.)
—¡Este es mi agujero negro! ¿Cómo lo encontraste?
Camila iba a empezar a contarle todo, pero pensó que era mejor platicarle la única parte de la historia que su mamá iba a creer, así que sólo dijo:
—Lo encontré en el arcón azul.
 Cuando el papá de Camila bajó a desayunar, encontró a su esposa eufórica (que quiere decir loca de contento) diciendo:
—¡Este es el arete que me regaló mi prima Laura! ¡Mira, mi agenda de la secundaria!, aquí están los teléfonos de todas mis amigas. ¡Los cortadores de galletas! ¡Por fin! ¡Las llaves de la casa! ¡Mi acta de nacimiento! ¡La hombrera de mi suéter azul!
Y así siguió durante tres días.
Estaban tan entusiasmados que ni cuenta se dieron cuando
 Camila se fue a su cuarto. El duende verde hacía horas que dormía en el bolsillo de su blusa. Con mucho cuidado lo sacó y lo colocó en una de las camitas. Lo tapó con las sábanas minuciosamente bordadas por la abuela de mamá.

¿Sabría la bisabuela quién usaría realmente la casita? Uno por uno fue acostando a todos los duendecitos que dormían en el fondo del frasco. De pronto cayó en la cuenta de que las iniciales bordadas de la ropa de la cama coincidían: D.V., duende verde; D.R., duende rojo; D.A., duende amarillo; D.P., duende púrpura y había una que no estaba bordada, pero era una sábana a rayas de todos colores. Ahí, claro, acostó al duende a rayas.
Camila se fue a dormir sintiendo que un secreto profundo la unía a la abuela de su madre.

Posdata
El Agujero Negro siguió funcionando para siempre, allí llegaban todas las cosas que su madre perdía, sólo que ahora el agujero negro estaba pegado en el centro de la mesa de la sala (eso fue una idea de papá), así que sabían dónde buscar. La mamá de Camila no dejó de perder las cosas, pero ya nunca más perdió ni el tiempo, ni la paciencia, ni el buen humor.


miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Diario de un Gato Asesino


"El Diario de un Gato Asesino"

Autor: Anne Fine
Ilustrador: Damian Ortega
Editorial Fondo de Cultura Economica 



1. Lunes

Esta bien, está bien. Cuélguenme. Maté al pájaro. Por todos los cielos, soy un gato. Mi trabajo, prácticamente, es andar sigiloso por el jardín tras los dulces pajaritos de antojo que apenas pueden volar de un seto a otro. Entonces, ¿qué se supone que debo hacer cuando una de esas pelotitas emplumadas revoloteantes casi se arroja a mi boca? O sea, de hecho aterrizó en mis garras. Me pudo haber golpeado.
Está bien, está bien. Le di un zarpazo. ¿Es ésa una razón para que Eli llorara tan copiosamente sobre mi pelambre que casi me ahoga, y me apretara tan fuerte que casi me asfixia?
— ¡Ay, Tufy! —dijo ella, toda sollozos, ojos enrojecidos y montones de pañuelos mojados—. ¡Ay, Tufy!, ¿cómo pudiste hacer eso?
¿Cómo pude hacer eso? Soy un gato. Cómo iba a saber que se haría tanto lío: la madre de Eli corriendo apurada por periódicos viejos, y el padre de Eli llenando una cubeta con agua jabonosa. Bueno, bueno. Tal vez no debí arrastrarlo adentro y dejarlo en la alfombra. Y es probable que las manchas no se quiten nunca.
Así que: cuélguenme.

2. Martes

Disfrute bastante el pequeño funeral. No creo que ellos quisieran que viniera, pero, después de todo, el jardín es tan mío como suyo. De hecho, yo paso mucho más tiempo en él. Soy el único miembro de la familia que lo usa apropiadamente.
Y ni siquiera me lo agradecen, deberían oírlos:
“El gato está arruinando mis macizos de flores. Casi no quedan petunias.”
“Acababa de plantar las lobelias cuando ya se había tumbado encima de ellas, aplastándolas todas.”
“Cómo me gustaría que no escarbara hoyos en las anémonas.”
Quejas, quejas, y más quejas. No sé por qué se toman la molestia de tener un gato si todo lo que hacen es lamentarse.
Todos menos Eli. Ella estaba muy ocupada encargándose del pájaro. Lo puso en una caja que envolvió con tela de algodón; cayó un pequeño agujero, y luego todos nos paramos alrededor mientras ella decía unas cuantas palabras, deseando al pájaro suerte en el Cielo.
—Vete de aquí —me siseó el padre de Eli. (Siempre me ha parecido un poco rudo ese hombre.) Pero yo sólo meneé la cola. Le clavé la mirada. ¿Quién se cree que es? Si yo quiero observar el funeral de un pajarito, lo observo. Después de todo yo conocí al pájaro durante más tiempo que cualquiera de ellos. Lo conocí cuando estaba vivo.

3. Miércoles

¡Peguenme! Traje un ratón muerto a su preciosa casa. Ni siquiera lo maté. Cuando me lo encontré ya estaba difunto. Nadie puede andar seguro por el barrio. Esta avenida está inundada con veneno para ratas, autos veloces al ataque van y vienen a todas horas, y yo no soy el único gato por estos rumbos. Ni siquiera sé qué le pasó al pobre. Todo lo que sé es que me lo encontré y ya estaba muerto. (Recién muerto, pero muerto.) En el momento pensé que sería una buena idea traerlo a casa. No me pregunten por qué. Debo haber estado loco. ¿Cómo iba a saber que Eli me atraparía para darme uno de sus sermones? — ¡Ay, Tufy! Es la segunda vez en esta semana. No lo puedo soportar. Sé que eres un gato, que es natural y todo eso. Pero, por favor, por mi propio bien, no lo hagas más.
—Me miró a los ojos intensamente—. ¿Vas a dejar de hacerlo, por favor?
Le clavé la mirada. (Bueno, lo intenté pero ella no estaba de humor.)
—Hablo en serio, Tufy —me dijo—. Te quiero mucho y entiendo cómo te sientes. Pero debes dejar de hacer esto, ¿está bien?
Me tenía sujeto de las garras. ¿Qué podía yo decir? Así que traté de parecer todo compungido. Luego ella rompió a llorar de nuevo y tuvimos otro funeral.
Este lugar se está convirtiendo en un parque de diversiones. En serio.
 4. Jueves
 Esta bien, está bien! Voy a intentar dar una explicación sobre el conejo. Para comenzar, creo que nadie me ha dado el crédito suficiente por haberlo metido a través de la entrada para gatos. No fue fácil. Déjenme decirles que tardé cerca de una hora en hacer pasar ese conejo por el pequeño agujero. Estaba gordo a más no poder. Parecía más un cerdo que un conejo, si quieren mi opinión.
Pero a nadie le importaba lo que yo pensara. Estaban como locos.
— ¡Es Thumper! —Chilló Eli—. ¡Es Thumper, el de la vecina!
—Chispas! — Dijo el padre de Eli—. Sí que estamos en problemas. ¿Qué vamos a hacer ahora?
La madre de Eli me miró fijamente.
— ¿Cómo es que un gato pudo hacer eso? —preguntó —. Digo, no es como un pajarito, o un ratón, o cualquier otra cosa. Ese conejo es del mismo tamaño que Tufy. Los dos pesan una tonelada. Lindo. Muy lindo. Esta es mi familia. Bueno, es la familia de Eli. Ustedes entienden, ¿no?
Y Eli, por supuesto, alucinó. Estaba frenética.
—Es horrible —gimoteó—. Horrible. No puedo creer que Tufy haya podido hacer eso Thumper fue nuestro vecino durante años y años.
 Es cierto. Thumper era un amigo. Lo conocí bien.
Ella se volvió hacia mi —¡Tufy! Esto es el acabóse. Ese pobre, pobrecillo conejo. ¡Míralo nada más!..., En verdad Thumper se veía un poco desastroso, lo admito. O sea, estaba casi todo cubierto de lodo. Con unas cuantas manchas de pasto, supongo. Y un poco de hierba y cositas pegadas en el pelambre; una raya de aceite en una oreja. Pero nadie que sea arrastrado por todo un jardín, luego por una cerca de setos, por otro jardín y a través de una entrada para gato recién aceitada, se ve al final como si estuviera a punto de salir a una fiesta.
Y a Thumper no le importaba cómo se veía. Estaba difunto.
Sin embargo, a los demás sí les importaba. Y de qué manera.
— ¿Qué vamos a hacer?
— ¡Ay, esto es espantoso! La vecina nunca nos volverá a hablar.
—Debemos pensar en algo. Y eso hicieron. Tengo que admitirlo, fue un plan brillante desde donde lo miren. Primero el padre de Eli fue a buscar la cubeta de nuevo y la llenó con agua jabonosa tibia. (Mientras hacía esto me lanzó una miradita, tratando de hacerme sentir culpable por haber tenido que sumergir sus manos en el viejo Líquido Mágico dos veces en una semana. Yo sólo lo miré con cara de “no me impresionas”.)
Luego la mamá de Eli metió a remojar a Thumper en la cubeta, le dio un agradable baño de burbujas y lo enjuagó. El agua tomó un sucio color chocolatoso (todo ese lodo); luego, mirándome como si fuera mi culpa, arrojaron el agua por el lavadero y comenzaron otra vez con nuevas burbujas de jabón. Eli hacía pucheros, por supuesto.
—Deja de hacer eso, Eli —dijo su madre—. Me pone de nervios. Si quieres hacer algo de provecho, ve a buscar la secadora de pelo.
Así que Eli subió por la escalera, todavía llorando a gritos.
Yo me senté encima del aparador y los observé. Tomaron al pobre de Thumper y Lo volvieron a meter en la cubeta.
(¡Menos mal que ya estaba occiso! No le habría gustado ni tantito toda esa lavandería.) Cuando el agua finalmente corrió clara, lo sacaron y lo escurrieron. Luego lo pusieron sobre periódicos y le dieron a Eli la secadora.
—Ahora es tu turno —dijeron—. Que quede bien esponjadito.
Déjenme decirles que de inmediato puso manos a la obra. Esa Eli podría llegar a ser una peinadora brillante por la manera en que lo esponjó. Les aseguro que nunca vi a Thumper lucir tan lindo antes, y eso que vivió al lado durante años y años, y que lo veía todos los días.
“¡Guau!, Thump!” Lo saludé a medias con la cabeza y me fui a dar una vuelta para revisar lo que había quedado en los platos de alimento por la avenida.
‘Hola, Tuf’, pareció devolverme el saludo con un estremecimiento. Cierto, éramos buenos compañeros. Éramos amigos. Así que fue realmente agradable verlo lucir tan arreglado y elegante cuando Eli terminó con él.
Se veía muy bien.
— ¿Y ahora qué? —preguntó el padre de Eli.
La mamá de Eli le lanzó una mirada como las que a veces me hecha a mí, sólo que más agradable.
—Ay, no —dijo él—. Yo no, por favor. No, no, no.
—O lo haces tú o lo hago yo —resolvió ella—. Y yo no puedo ir.
—¿Por qué no? —dijo él—. Tú eres más pequeña que yo. Puedes arrastrarte a través de la cerca más fácilmente.
Entonces me di cuenta de lo que tenían en mente. Pero ¿qué podía yo decir? ¿Qué podía hacer para detenerlos? ¿Para explicarles?
Nada. Yo sólo soy un gato.
Me senté y observé.
 5. Viernes
 Digo que era viernes porque lo fueron a dejar muy tarde. El reloj marcaba más de medianoche cuando el padre de Eli finalmente se levantó de su cómoda silla frente a la tele y subió las escaleras. Cuando bajó de nuevo, vestía de negro. Negro de la cabeza a los pies.
—Pareces un asaltante —dijo la mamá de Eli.
—Me gustaría que alguien asaltara a nuestro gato —murmuró él.
Yo lo ignoré. Pensé que era lo mejor.
Juntos se dirigieron hacia la puerta trasera.
—No prendas la luz de afuera —le advirtió él—. Nunca se sabe quién puede estar observando.
Yo traté de escabullirme al mismo tiempo, pero la madre de Eli me detuvo con el pie.
—Te puedes quedar adentro esta noche —me dijo—. Ya has causado bastantes problemas esta semana.
El reclamo era justo. Y de cualquier manera me enteré de todo más tarde por Bella, Tigre y Pusskins. Todos vinieron a contarme. (Son buenos compañeros.)
Todos vieron al papá de Eli cruzar sigiloso el jardín con su bolsa de plástico llena de Thumper (envuelto cuidadosamente en una toalla para mantenerlo limpio). Todos lo vieron esforzándose para cruzar a través del hoyo bajo la cerca, y arrastrándose sobre su estómago por el jardín del vecino.
—No podía imaginar lo que él estaba haciendo —dijo Pusskins después.
—Arruinó el agujero de la cerca —se quejó Bella—. Ahora está tan grande que el rottweiler de los Thompson podría pasar por ahí.
—Ese papá de Eli debe tener una pésima visión nocturna —completó Tigre—. Se tardó una eternidad en encontrar la jaula en la oscuridad. —Y abrirla.
—Y meter al pobre viejo Thumper.
—Y ponerlo cuidadosamente en su cama de paja.
—Todo rizadito.
—Con la paja arreglada alrededor de él.
—Así que se veía como si estuviera dormido.
—Era tan realista —dijo Bella—. Me pudo haber engañado. Si alguien hubiera pasado en la oscuridad, de veras habría pensado que el pobre Thumper murió de vejez mientras dormía, feliz y pacíficamente, después de una larga y buena vida.
Todos comenzaron a aullar de risa.
— ¡Shhh! —dije—. Bajen la voz, muchachos. Los van a oír y se supone que no debo estar fuera esta noche. Estoy castigado.
Todos se me quedaron mirando.
—Déjate de cuentos.
— Castigado?
— ¿Por qué?
—Asesinato —dije—. Por cunicidio a sangre fría. Y nos volvimos a desatar de risa. Aullamos y maullamos. Lo último que of, antes de irnos en grupo por el paseo Beechcroft, fue que se abría una ventana de las recámaras y el papá de Eli gritaba:
— ¿Cómo hiciste para salir, tú, bestia mañosa?
Entonces, ¿qué va a hacer’? ¿Poner clavos y atorar la salida para gatos?
 6. Todavía viernes
 Puso clavos a la puerta para gatos. ¿Pueden creerlo? Esta mañana bajo por la escalera y, antes siquiera de quitarse la pijama, ya está dándole con el martillo y los clavos.
Bang, bang, bang, bang.
Le clavo la mirada. Pero él se da vuelta y me habla directamente.
—Listo —dice—. Esto te mantendrá a raya. Ahora abre hacia afuera. —Empuja con el pie la puerta para gatos—. Pero no hacia adentro.
Y, claro está, cuando la puerta batió hacia adentro, ya no pasó. Pegó en los clavos.
—Así que —me dice— puedes salir. Eres libre de salir. Eres libre, de hecho, no sólo de salir sino también de quedarte afuera, perderte o desaparecer para siempre. Pero si te tomas la molestia de regresar, no te esfuerces en traer algo contigo. Porque esto ahora sólo abre hacia afuera y tendrás que sentarte en el tapete hasta que alguien de la familia te permita entrar. Me mira con ojos entrecerrados como de malvado.
—Ay de ti!, Tufy, si hay algo muerto esperando en el tapete a tu lado.
“Ay de ti!” Qué expresión más tonta. Y de cualquier manera, qué diantres significa: “¡Ay de ti!”
¡Ay de él!
7. Sábado
Detesto la mañana del sábado. Es tan molesta, tanto alboroto y martillazos en la puerta y “¿traes la bolsa?” y “¿dónde está la lista de las compras?” y “¿necesitamos comida para gato?” Por supuesto que la necesitamos. ¿Qué más se supone que voy a comer toda la semana’?:
¿Aire?
Sin embargo, hoy se veían bastante tranquilos. Eli, sentada a la mesa, tallaba una linda lápida para Thumper en un pedazo de corcho. Decía:

THUMPER
Descansa en paz

—No debes llevarla a la casa de al lado todavía —le advirtió su padre—. Al menos no hasta que nos comuniquen que Thumper murió.
Algunas personas nacen sentimentales. Sus ojos rebosaban de lágrimas.
-—Ahí va la vecina —dijo la madre de Eli mirando hacia la ventana.
— ¿Hacia dónde se fue’?
—Hacia las tiendas.
—Muy bien. Si mantenemos una distancia prudente, podemos llevar a Tufy con la veterinaria sin toparnos con ella.
¿Tufy? ¿Veterinaria?
Eli estaba aún más aterrada que yo. Se arrojó contra su padre, golpeándolo con sus suaves y pequeños puños.
— ¡Papá! ¡No! No puedes hacer eso.
Yo di una mejor pelea con mis garras. Cuando él finalmente me atrapó y me sacó de la oscuridad del gabinete bajo el fregadero, su suéter estaba arruinado y sus manos estaban arañadas y sangraban.
No se veía muy complacido al respecto.
—Sal de ahí, tú, grandísimo granuja peludo. Sólo vamos a una vacuna.
¿Ustedes le hubieran creído? Yo no estaba completamente seguro. (Tampoco Eli, así que vino con nosotros.) Yo todavía desconfiaba bastante cuando llegamos con la veterinaria. Ésa es la única razón por la que le escupí a la chica que estaba detrás del escritorio. No había la menor razón para escribir MANÉJESE CON CUIDADO en la etiqueta sobre mi jaula. Ni siquiera al rottweiler de los Thompson le anotan MANÉJESE CON CUIDADO en la etiqueta de su jaula. ¿Qué tengo yo de malo? Así que me porté un poco rudo en la sala de espera. ¿Qué querían? Detesto esperar, sobre todo esperar embutido en una jaula de alambre. Es estrecha, hace calor... y uno se aburre. Después de algunos cientos de minutos de estar sentado ahí tranquilamente, cualquiera comenzaría a bromear con sus vecinos. No era mi intención medio matar del susto a ese bebé gerbo enfermito. Yo sólo lo estaba mirando. Éste es un país libre, ¿o no? ¿O es que un gato ni siquiera puede mirar a un dulce y pequeñito bebé gerbo?
Y si me relamía los bigotes (lo cual no estaba haciendo) era sólo porque tenía sed. Lo juro. No hacía como si me lo quisiera comer.
El problema con los bebés gerbos es que no aguantan una broma.
Tampoco nadie más en este lugar.
El papá de Eli alzó la vista del folleto que estaba leyendo: “Su mascota y los gusanos”. (Vaya, agradable, muy agradable.)
—Voltea la jaula hacia el otro lado, Eli —dijo. Eli giró mi jaula hacia el otro lado. Ahora quedé frente al terrier de los Fisher. (Y si hay algún animal en el mundo que debería tener escrito MANÉJESE CON CUIDADO en la etiqueta de su jaula, ése es el terrier de los Fisher.) De acuerdo, sí le siseé. Sólo fue un bufido leve. De hecho se necesitarían oídos biónicos para percibirlo.
Y sí le gruñí un poquito. Pero, ¿no creen que él tenía ventaja en esto de gruñir? Después de todo es un perro.
Yo sólo soy un gato.
Y sí, lo acepto, escupí un poco. Pero sólo un poco.
Nada que ustedes pudieran notar a menos que quisieran fastidiar a alguien.
Bueno, cómo iba yo a saber que no se sentía muy bien. No todos los que acuden al veterinario están enfermos. Yo no estaba enfermo, ¿o sí? De hecho nunca en mi vida me he enfermado. Ni siquiera sé qué se siente. Pero, lo que sí sé es que, aunque estuviera a punto de morir, si algo peludo encerrado en una jaula me hiciera un ruidito, yo no iría lloriqueando a meterme bajo el asiento para esconderme tras las rodillas de mi dueña. Eso es más propio de una gallina que de un terrier escocés, si quieren mi opinión.
—Por favor, ¿podrían mantener a ese malvado gato suyo bajo control? —dijo la señor Fisher ásperamente.
Eli me defendió.
— ¡Ya está en una jaula!
—Sigue aterrando a la mitad de los animales que hay aquí. ¿Qué no pueden cubrirlo, o algo?
Se notaba que Eli iba a seguir discutiendo. Pero, sin siquiera levantar la mirada de su folleto de gusanos, su padre de pronto dejó caer su gabardina sobre mi jaula como si yo fuera un perico latoso o algo por el estilo. Y todo se oscureció.
No es de extrañar que para cuando la veterinaria se me acercó con su desagradable jeringa yo estuviera un poco de genio, pero no era mi intención rasguñarla tanto.
O romper todos esos frasquitos de cristal.
O tirar la nueva y costosa báscula de la mesa.
O derramar todo ese líquido para desinfectar.

No fui yo quien rompió mi expediente en pedacitos.
Fue la veterinaria.
Cuando salimos, Eli lloraba otra vez. (Algunas personas nacen sentimentales.) Apretaba mi jaula contra su pecho. — ¡Ay, Tufy! Hasta que encontremos un nuevo veterinario que prometa cuidarte, debes ser muy cuidadoso de que no te atropellen.
—Imposible —murmuró su padre.
Yo lo miraba duramente a través del alambre, cuando él distinguió a la mamá de Eli, rodeada de bolsas de mandado afuera del supermercado
—Están muy retrasados —dijo molesta—. ¿Hubo algún problema en el veterinario?
Eli rompió a llorar. ¡Qué debilucha!, ¿no creen? Pero su padre está hecho de madera más dura; acababa de tomar la más grande bocanada de aire, listo para acusarme, cuando de pronto la soltó de nuevo. Con el rabillo del ojo había visto problemas de otra índole. — ¡Rápido! —Murmuró——. La vecina está saliendo de la caja.
Recogió la mitad de las bolsas del súper. La mamá de Eli levantó las demás. Pero antes de que pudiéramos alejarnos, la vecina salió por las puertas de cristal.
Así que ahora los cuatro se vieron obligados a saludarse.
—Buenos días —dijo el padre de Eli.
—Buenos días —contestó la vecina.
—Lindo día —dijo el padre de Eli.
—Adorable —contestó la vecina.
—Más lindo que ayer —dijo la madre de Eli.
—Ay, sí —dijo la vecina—. Ayer fue horrible.
Ella tal vez sólo se refería al clima, por todos los cielos. Pero a Eli se le llenaron los ojos de lágrimas. (No sé por qué le tenía tanto aprecio a Thumper. Se supone que su mascota soy yo, no él.) Y como ya no podía ver por dónde caminaba, tropezó con su madre y la mitad de las latas de comida para gato se cayeron de una de las bolsas y rodaron por la calle.

Eli dejó caer mi jaula y corrió tras ellas. Luego cometió el error de leer las etiquetas.
— ¡Ay, no! —Gimió—: “Conejo en trozos.” (Realmente, esa niña es una llorona. No podría pertenecer a nuestra pandilla. No duraría ni una semana.)
—Hablando de conejos —dijo la vecina—. En nuestra casa sucedió algo de lo más extraordinario.
— ¿De veras? —dijo el padre de Eli, mirándome.
— ¿Ah, sí? —dijo la mamá de Eli, mirándome también.
—Sí —dijo la vecina—. El lunes, el pobre Thumper se veía un poco mal, así que lo metimos a la casa. Para el martes, estaba peor. Y el miércoles murió. Era muy viejo, y había tenido una vida feliz, así que no nos sentimos tan mal. De hecho le hicimos un pequeño funeral y lo enterramos en una caja al fondo del jardín.
Ahora yo miro hacia las nubes.
—Y el jueves, desapareció.
— ¿Desapareció?
— ¿Desapareció?
— Sí, desapareció. Todo lo que quedaba de él era un agujero en la tierra y una caja vacía.
— ¿De veras?
— ¡Santo Cielo!
El padre de Eli me miraba de manera muy sospechosa.

—Y luego, ayer —continuó la vecina— sucedió algo todavía más extraordinario. Thumper estaba de regreso. Todo esponjado primorosamente, de vuelta en su jaula.
— ¿De vuelta en su jaula, dice usted’?
— ¿Esponjado primorosamente? ¡Qué extraño!
Ustedes tienen que felicitarlos, son tan buenos actores. Mantuvieron la farsa todo el camino a casa.
— ¡Qué historia tan increíble!
— ¡Cómo pudo haber pasado! — ¡Realmente sorprendente!
— ¡Muy extraño!
Hasta que entramos sin contratiempos por la puerta principal. Y entonces, por supuesto, ambos se volvieron hacia mí.
—Criatura falsa. ¡Mentiroso! Gato embustero.
—Haciéndonos creer que lo habías matado!
—Fingiendo todo el tiempo!
—Yo sabía que el gato no era capaz de hacerlo. Ese conejo era aun mas gordo que el.
Al parecer el lo querían que yo hubiera asesinado al viejo Thumper.
Todos excepto Eli. Ella era muy tierna.
—No se atrevan a molestar a Tufy —les dijo—. ¡Déjenlo en paz! Apuesto a que ni siquiera desenterró al pobre de Thumper. Apuesto a que fue el maloso y perverso terrier de los Fisher quien hizo eso. Lo único que hizo Tufy fue traernos a Thumper para estar seguro de que fuera enterrado otra vez dignamente. Es un héroe. Un héroe considerado y amable.
Me dio un gran apretón cariñoso.
— ¿No es así, Tufy?
Yo no digo nada, ¿o sí’? Soy un gato. Así que me senté a observarlos mientras quitaban los clavos de la salida para gatos.